
Decir que una de las características principales del kirchnerismo es la búsqueda constante de un enemigo no es una novedad.
Desde los primeros días de Kirchner en el poder, allá por mayo de 2003, los rivales a quienes contraponerse estuvieron a la orden del día.
Iglesia, militares, Fondo Monetario Internacional (FMI) fueron los primeros enemigos públicos. Y del lado de enfrente siempre encontraron a los "útiles" de siempre que sostuvieron esa enemistad. Cecilia Pando, defensora de milicos torturadores. Antonio Baseotto, el obispo que insinuó que al ministro de Salud Ginés González García había que "tirarlo al mar". Y a estos dos ejemplos se sumaron aquellos verdaderos golpistas, que se oponían a la política de derechos humanos y los acusaban de "montoneros", como si eso fuese una razón suficiente para denostarlos. O aquellos retrógrados que se oponían a las políticas de educación sexual o de distribución de preservativos.
También se enfrentó a la Corte Suprema menemista y logró renovarla, airearla y mejorarla. En el camino se cruzó con la empresa Shell, a la que llamó a boicotear hasta obligarla a decir que se querían ir del país (hoy dicen que no se fueron porque no hubo nadie dispuesto a invertir lo que vale la empresa).
Como un perro salvaje, persiguiendo a un gato hasta el pie de un árbol, Kirchner, con buen instinto, iba eligiendo a sus enemigos. Todos enemigos que tenían una baja o nula consideración en la sociedad. Allí comenzó a escucharse la frase "sólo me vasta ver a los enemigos del Gobierno para saber de qué lado pararme".
Pero el tiempo parece haber desgastado el instinto del ex presidente, que como un perro viejo ya no sabe elegir a sus presas. Primero mezcló a todo el campo y creyó que se enfrentaba a la Sociedad Rural sola. Sectores de la sociedad entendieron que la Federación Agraria estaba siendo cooptada por la "oligarquía". Otros, en cambio, rechazaron esa idea y sintieron que defender a los productores no los tildaba de "oligarcas golpistas".
Ahora, la dificultad para elegir enemigos se profundizó. La Justicia es una institución criticada por la sociedad, pero no lo suficiente para pararse del lado del Gobierno en la pelea. Que hay una Justicia buena cuando los fallos favorecen a los K, y otra mala cuando los perjudica, es algo que se percibe a la legua.
En esa lógica se inscribe también las críticas a la Corte Suprema. El tribunal reformado, aireado y mejorado, que durante tantos años fue motivo de orgullo para los kirchneristas, ahora es el centro de las críticas. Que hay una Corte buena o mala según si los fallos favorecen o no al Gobierno, es algo que se percibe a la legua.
Julio César Strassera, el fiscal del juicio a las juntas militares, también se convirtió, momentáneamente, en un enemigo del Gobierno. Que la lucha por los derechos humanos la escriben ellos y no quieren compartir el reparto con nadie, es algo que también se percibe a la legua.
Por último, el Grupo Clarín es hoy el principal enemigo. También hay sectores que siempre criticaron (criticamos) el accionar de Clarín. Sin embargo, gran parte de la sociedad no le importa lo que pasa con los medios, ya sea por desinterés o ignorancia. Además, son muchos los que ya entendieron y percibieron a la legua que los medios oligopólicos eran buenas cuando no criticaban y ahora son malos porque critican.
Iglesia, militares, FMI y Corte Suprema menemista eran enemigos que la mayor parte de la sociedad sentía y sabía de qué lado pararse. Justicia, Corte Suprema kirchnerista y Clarín son enemigos mal elegidos, porque la gente ya no sabe de qué lado pararse. Para peor, ahora también existen los que defienden a todo aquel que es blanco de las críticas del kirchnerismo.
La estrategia de amigo-enemigo, durante muchos años, fue útil al kirchnerista. Incluso, a través de tanto repetirlo, quisieron instalar la imagen de que todo aquel que se les oponía era "golpista" o "máquina de impedir" o, incluso, "gorila". Hoy, por los enemigos que tiene, el Gobierno sólo convence al núcleo más cercano de defensores. La estrategia pudo ser buena o mala, pero una cosa, después de casi ocho años, quedó clara: de buscar consensos, ni hablar.